viernes, 29 de abril de 2011

Pinocho (XIII)

Con la colaboración de www.atma-psicologia.com
Carlo Collodi


Capítulo XIII
La posada de El Cangrejo Rojo
Andando, andando, llegaron al terminar la tarde, rendidos de cansancio y de fatiga, a la posada de El Cangrejo Rojo.
--Detengámonos aquí un poco--dijo la zorra--. Tomaremos un bocadillo y descansaremos unas cuantas horas. A media noche nos pondremos de nuevo en camino hacia el Campo de los Milagros.
Entraron en la posada, y se sentaron en torno de una mesa, pero ninguno de los tres tenía apetito.
El pobre gato, que tenía el estómago sucio, sólo pudo comer treinta y cinco salmonetes a la mayonesa y cuatro raciones de callos a la andaluza; pero como le pareció que los callos no estaban muy sustanciosos, hizo que les agregaran así como kilo y medio de longaniza y tres kilos de jamón bien magro.
También la zorra hubiera tomado alguna cosilla; pero el médico le había ordenado dieta absoluta, y tuvo que conformarse con una liebre más grande que un borrego, adornada con unas dos docenas de capones bien cebados y de pollitos tomateros. Después de la liebre se hizo traer un estofado de perdices, tres platos de langosta, un asado de conejo y dos sartas de chorizos. Por último, pidió para postre unos cuantos kilos de uva moscatel, un melón y dos sandías, diciendo que no quería nada más, porque estaba tan desganada que no quería ni ver la comida.
El que menos comió de los tres fue Pinocho, que se contentó con una nuez y un mendruguillo de pan, y aun dejó algo en el plato.
El Pobre muchacho tenía el pensamiento fijo en el Campo de los Milagros, y había cogido ya una indigestión de monedas de oro.
Cuando acabaron de cenar dijo la zorra al posadero:
--Prepárenos dos buenos cuartos, uno para el señor Pinocho y otro para mi compañero y para mí. Antes de marcharnos echaremos un sueñecillo. Pero tenga presente que a media noche queremos estar despiertos para continuar nuestro viaje.
--Sí, señores-- respondió el posadero guiñando el ojo a la zorra y al gato, como queriendo decirles: ¡Ya os he comprendido, compadres!
Apenas cayó Pinocho en la cama, se quedó dormido y empezó a soñar. Y así soñando le parecía estar en medio de un campo, y que este campo estaba todo lleno de arbolillos cargados de racimos formados por monedas de oro, que al ser movidas por el aire hacían tin, tin, tin, como si quisieran decir: ¡Aquí estamos para el que nos quiera llevar! Pero cuando Pinocho estaba en lo mejor, es decir, cuando ya extendía las manos para coger aquellas monedas y metérselas en el bolsillo, fue despertado de pronto por tres fuertes golpes que dieron en la puerta del cuarto.
Era el posadero, que venía a decirle que era media noche.
--¿Están ya dispuestos mis compañeros?-- preguntó el muñeco.
--¿Cómo dispuestos? ¡Ya hace dos horas que se fueron!
--¿Por qué tenían tanta prisa?
--Porque el gato ha recibido un parte telegráfico diciendo que el mayor de sus gatitos está en peligro de muerte por culpa de los sabañones.
--¿Han pagada la cena?
--¿Cómo es eso? Son personas muy bien educadas, y no habían de hacer tamaña ofensa a un caballero como usted.
--¡Diantre! ¡Pues es una ofensa que hubiera recibido con mucho gusto!-- dijo Pinocho--. Después preguntó:
¿Y dónde han dicho que me esperaban esos buenos amigos?
--Mañana al amanecer, en el Campo de los Milagros.
Después de haber tenido que soltar una de sus monedas para pagar la cena de los tres, salió Pinocho de la posada.
Pero puede decirse que salió a tientas, porque la noche estaba tan oscura, que no se veían los dedos de la mano. Por todo alrededor no se oía moverse una hoja. Únicamente algún que otro pájaro nocturno cruzaba el camino de un lado a otro, tropezando a veces con la nariz de Pinocho, el cual daba un salto y gritaba lleno de miedo:
¿Quién va?, y entonces el eco repetía a lo lejos: ¿Quién va?, ¿Quién va?, ¿Quién va?
En tanto seguía Pinocho su camino, y a poco vio en el tronco de un árbol un animalito muy pequeño, que relucía con resplandor pálido y opaco, como luce una mariposa detrás de la porcelana transparente de una lamparilla de noche.
--¿Quién eres?-- preguntó Pinocho.
--¡Soy la sombra del grillo-parlante!-- respondió el animalito con una vocecita débil, débil, que parecía venir del otro mundo.
--¿Y qué quieres?--dijo el muñeco.
--Quiero darte un consejo. Vuélvete por tu camino y lleva esas cuatro monedas que te quedan a tu pobre papito, que llora y se desespera al no verte.
--Mañana mi Papito se convertirá en un gran señor, porque en vez de cuatro monedas tendrá dos mil
--¡Hijo mío, no te fíes de los que te ofrecen hacerte rico de la noche a la mañana! Generalmente, o son locos o embusteros que tratan de engañar a los demás. Créeme a mí, que te quiero bien: vuélvete a tu casa.
--Pues a pesar de eso, yo sigo adelante.
--¡Mira que es muy tarde!
--¡Quiero seguir adelante!
--¡Mira que la noche está muy oscura!
--¡Te digo que quiero seguir adelante!
--¡Mira que este camino es muy peligroso!
--¡Que lo sea! ¡Yo sigo adelante!
--Acuérdate de que a los muchachos que no obedecen más que a su capricho y a su voluntad, les castiga Dios, y pronto o tarde tienen que arrepentirse.
--¡Sí, ya lo sé! ¡La misma historia de siempre! ¡Buenas noches!
--¡Buenas noches, Pinocho! ¡Que Dios te guarde del relente y de los ladrones!
Apenas terminó de hablar la sombra del grillo-parlante, se apagó su lucecita como si la hubieran soplado, y el camino quedó aún más oscuro que antes.
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Pinocho (XII)

Con la colaboración de www.atma-psicologia.com
Carlo Collodi


Capítulo XII

Tragalumbre regala a Pinocho cinco monedas de oro para que se las lleve a su padre Gepeto; pero Pinocho se deja engañar por la zorra y el gato y se marcha con ellos.

Al día siguiente Tragalumbre llamó aparte a Pinocho y le preguntó:

--¿Cómo se llama tu padre?

--Gepeto.

--¿Qué oficio tiene?

--El de pobre.

--¿Gana mucho?

--Lo bastante para no tener nunca un céntimo en el bolsillo. Figúrese que para comprarme la cartilla que yo necesitaba para ir a la escuela vendió la única chaqueta que tenía; una chaqueta tan llena de remiendos y de piezas que parecía un mapa.

--¡Pobre hombre! ¡Me da lástima! Aquí tienes cinco monedas de oro. Vete en seguida a llevárselas, y dale muchos recuerdos de mi parte.

Como puede suponerse, Pinocho dio miles de gracias a Tragalumbre; abrazó uno por uno a todos los muñecos de la compañía, incluso a los guardias civiles, y lleno de alegría se puso en camino con dirección a su casa.

Pero todavía no había andado medio kilómetro, cuando encontró una zorra coja y un gato ciego, que iban andando poquito a poco y ayudándose uno a otro, como buenos amigos. La zorra andaba apoyándose en el gato, que a su vez se dejaba guiar por la zorra.

--¡Buenas días, Pinocho!-- le dijo la zorra, saludándole gentilmente.

--¿Cómo sabes mi nombre!-- preguntó el muñeco.

--Porque conozco mucho a tu papa.

--¿Dónde le has visto?

--Le vi ayer en la puerta de su casa.

¿Y que hacía?

--Estaba en mangas de camisa y tiritaba de frío.

--¡Pobre papito mío! Pero, si Dios quiere, desde hoy ya no tendrá frío.

--¿Por qué?

--Porque yo me he convertido en un gran señor.

--¿Tú, un gran señor?-- dijo la zorra comenzando a reír burlona y descaradamente. También se reía el gato, pero trataba de ocultarlo atusándose los bigotes con una de las manos.

--¡No es caso de risa!-- replicó Pinocho incomodado--. No es por daros envidia; pero mirad esto, si es que entendéis de dinero. Estas son cinco magníficas monedas de oro.

Y enseñó las monedas que le había regalado Tragalumbre.

Al oír el simpático ruido del oro, la zorra coja, sin darse cuenta, alargó la pata que parecía coja, y el gato ciego abrió tanto los ojos, que parecían dos faroles verdes; pero volvió a cerrarlos tan rápidamente, que Pinocho no llegó, a notarlo.

--¿Y qué piensas hacer con ese dinero!-- preguntó la zorra.

--Ante todo-- contestó el muñeco--, quiero comprar a mi papá una hermosa chaqueta nueva, toda bordada en oro y plata, y con botones de brillantes, y después me compraré una cartilla para mí,

--¿Para ti?

--¡Claro está; como que quiero ir a la escuela y estudiar mucho!

--¡Dios te libre!-- dijo la zorra--. Mírate en mí. Por mi loca afición al estudio he perdido una pata.

--¡Dios te libre!-- dijo el gato--. Mírate en mí. Por mi loca afición al estudio he perdido la vista de los dos ojos.

En aquel instante un mirlo blanco que estaba encaramado en un seto a orilla del camino, dejó oír su acostumbrado silbido y dijo:

--¡Pinocho, no hagas caso de los consejos de las malas compañías, porque tendrás que arrepentirte!

¡Pobre mirlo; nunca lo hubiera dicho! El gato, dando un gran salto, le cayó encima, y sin dejarle tiempo ni para decir ¡ay!, se lo tragó de un bocado, con plumas y todo.

Después de comerlo y de haberse limpiado el hocico, cerró los ojos y volvió a hacerse el ciego nuevamente.

--¡Pobre mirlo!-- dijo Pinocho al gato--. ¿Por qué has hecho eso?

--Para darle una lección. Así aprenderá para otra vez a no meterse en camisa de once varas ni en conversaciones ajenas.

Cuando ya estaban a mitad del camino, la zorra se detuvo de pronto y dijo a Pinocho:

--¿Quieres aumentar tus monedas de oro?

--¿Cómo?

¿Quieres hacer con sólo esas cinco monedas, ciento, mil, dos mil?.

--¡Ya lo creo! Pero, ¿de que modo?

--De un modo muy sencillo. En vez de ir a tu casa, vente con nosotros.

--¿Y adónde vamos?

--Al país de los búhos.

Pinocho meditó un instante, pero al fin dijo resueltamente:

--No, no quiero. Ya estoy cerca de mi casa, y quiero ir a buscar a mi papá, que me está esperando. ¡Pobre viejo! Estará muy triste. ¡Dios sabe cuánto habrá suspirado desde ayer al no verme volver! He sido un mal hijo, y el grillo parlante tenía razón cuando me decía que a los niños desobedientes les castiga Dios. Yo lo sé por experiencia, porque me he buscado muchas desgracias, y aun anoche mismo me vi bien en peligro en casa de Tragalumbre. ¡Uf! ¡Sólo el recordarlo me da frío!

--¡Ah! ¿Te empeñas en volver a tu casa? Bueno; pues vete; peor para ti.

--¡Peor para ti!-- repitió el gato.

--¡Piénsalo bien, Pinocho, porque pierdes la ocasión de hacer fortuna.

--¡De hacer fortuna!-- repitió el gato.

--De hoy a mañana, tus cinco monedas se hubieran convertido en dos mil.

--¡Dos mil!-- repitió el gato.

--Pero, ¿cómo es posible que se conviertan en tantas preguntó Pinocho, quedando con la boca abierta por la sorpresa.

--Pues verás-- dijo la zorra--. Sabrás que en el país de los búhos hay un campo extraordinario, al cual llaman todos el Campo de los Milagros. Tú haces un agujero en aquel campo y meter; por ejemplo, una moneda de oro. Tapas después el agujero con tierra, lo riegas con un poco de agua, echas encima un poquito de sal, y ya puedes irte tranquilamente a dormir en tu cama. Durante la noche la moneda echa raíces y ramas, y cuando vuelvas al campo, a la mañana siguiente, ¿sabes lo que encuentras? Pues un hermoso árbol que está tan cargado de oro como las espigas lo están de granos de trigo en el mes de Junio.

--Así, pues-- dijo Pinocho, que estaba cada vez más asombrado--, si yo enterrase en ese campo mis cinco monedas de oro, ¿cuántas encontraría a la mañana siguiente?

--Es una cuenta sencillísima-- contesto la zorra--; una cuenta que puede echarse con los dedos. Pongamos que cada moneda se convierte en un racimo de quinientas; multiplica quinientas por cinco, y verás que mañana puedes tener en el bolsillo dos mil quinientas monedas de oro contantes y sonantes.

--¡Oh, qué hermosura!-- gritó Pinocho saltando de alegría--. En cuando recoja todas esas monedas me quedaré con dos mil para mí, y os daré a vosotros quinientas de regalo.

--¿Un regalo a nosotros?-- dijo la zorra con acento desdeñoso y ofendido--. ¡Dios te guarde de hacerlo!

--¡Dios te guarde de hacerlo!-- repitió el gato.

--Nosotros no trabajamos por el vil interés-- continuó la zorra; trabajamos sólo por enriquecer a los demás.

--¡A los demás!-- repitió el gato.

--¡Qué excelentes personas!--pensó Pinocho; y olvidándose en el acto de su papito, de la chaqueta nueva, de la cartilla y de todos sus buenos propósitos, dijo a la zorra y al gato:

--¡Vamos en seguida; os acompaño!
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jueves, 28 de abril de 2011

Pinocho (XII)

Con la colaboración de www.atma-psicologia.com
Carlo Collodi


Capítulo XII

Tragalumbre regala a Pinocho cinco monedas de oro para que se las lleve a su padre Gepeto; pero Pinocho se deja engañar por la zorra y el gato y se marcha con ellos.

Al día siguiente Tragalumbre llamó aparte a Pinocho y le preguntó:

--¿Cómo se llama tu padre?

--Gepeto.

--¿Qué oficio tiene?

--El de pobre.

--¿Gana mucho?

--Lo bastante para no tener nunca un céntimo en el bolsillo. Figúrese que para comprarme la cartilla que yo necesitaba para ir a la escuela vendió la única chaqueta que tenía; una chaqueta tan llena de remiendos y de piezas que parecía un mapa.

--¡Pobre hombre! ¡Me da lástima! Aquí tienes cinco monedas de oro. Vete en seguida a llevárselas, y dale muchos recuerdos de mi parte.

Como puede suponerse, Pinocho dio miles de gracias a Tragalumbre; abrazó uno por uno a todos los muñecos de la compañía, incluso a los guardias civiles, y lleno de alegría se puso en camino con dirección a su casa.

Pero todavía no había andado medio kilómetro, cuando encontró una zorra coja y un gato ciego, que iban andando poquito a poco y ayudándose uno a otro, como buenos amigos. La zorra andaba apoyándose en el gato, que a su vez se dejaba guiar por la zorra.

--¡Buenas días, Pinocho!-- le dijo la zorra, saludándole gentilmente.

--¿Cómo sabes mi nombre!-- preguntó el muñeco.

--Porque conozco mucho a tu papa.

--¿Dónde le has visto?

--Le vi ayer en la puerta de su casa.

¿Y que hacía?

--Estaba en mangas de camisa y tiritaba de frío.

--¡Pobre papito mío! Pero, si Dios quiere, desde hoy ya no tendrá frío.

--¿Por qué?

--Porque yo me he convertido en un gran señor.

--¿Tú, un gran señor?-- dijo la zorra comenzando a reír burlona y descaradamente. También se reía el gato, pero trataba de ocultarlo atusándose los bigotes con una de las manos.

--¡No es caso de risa!-- replicó Pinocho incomodado--. No es por daros envidia; pero mirad esto, si es que entendéis de dinero. Estas son cinco magníficas monedas de oro.

Y enseñó las monedas que le había regalado Tragalumbre.

Al oír el simpático ruido del oro, la zorra coja, sin darse cuenta, alargó la pata que parecía coja, y el gato ciego abrió tanto los ojos, que parecían dos faroles verdes; pero volvió a cerrarlos tan rápidamente, que Pinocho no llegó, a notarlo.

--¿Y qué piensas hacer con ese dinero!-- preguntó la zorra.

--Ante todo-- contestó el muñeco--, quiero comprar a mi papá una hermosa chaqueta nueva, toda bordada en oro y plata, y con botones de brillantes, y después me compraré una cartilla para mí,

--¿Para ti?

--¡Claro está; como que quiero ir a la escuela y estudiar mucho!

--¡Dios te libre!-- dijo la zorra--. Mírate en mí. Por mi loca afición al estudio he perdido una pata.

--¡Dios te libre!-- dijo el gato--. Mírate en mí. Por mi loca afición al estudio he perdido la vista de los dos ojos.

En aquel instante un mirlo blanco que estaba encaramado en un seto a orilla del camino, dejó oír su acostumbrado silbido y dijo:

--¡Pinocho, no hagas caso de los consejos de las malas compañías, porque tendrás que arrepentirte!

¡Pobre mirlo; nunca lo hubiera dicho! El gato, dando un gran salto, le cayó encima, y sin dejarle tiempo ni para decir ¡ay!, se lo tragó de un bocado, con plumas y todo.

Después de comerlo y de haberse limpiado el hocico, cerró los ojos y volvió a hacerse el ciego nuevamente.

--¡Pobre mirlo!-- dijo Pinocho al gato--. ¿Por qué has hecho eso?

--Para darle una lección. Así aprenderá para otra vez a no meterse en camisa de once varas ni en conversaciones ajenas.

Cuando ya estaban a mitad del camino, la zorra se detuvo de pronto y dijo a Pinocho:

--¿Quieres aumentar tus monedas de oro?

--¿Cómo?

¿Quieres hacer con sólo esas cinco monedas, ciento, mil, dos mil?.

--¡Ya lo creo! Pero, ¿de que modo?

--De un modo muy sencillo. En vez de ir a tu casa, vente con nosotros.

--¿Y adónde vamos?

--Al país de los búhos.

Pinocho meditó un instante, pero al fin dijo resueltamente:

--No, no quiero. Ya estoy cerca de mi casa, y quiero ir a buscar a mi papá, que me está esperando. ¡Pobre viejo! Estará muy triste. ¡Dios sabe cuánto habrá suspirado desde ayer al no verme volver! He sido un mal hijo, y el grillo parlante tenía razón cuando me decía que a los niños desobedientes les castiga Dios. Yo lo sé por experiencia, porque me he buscado muchas desgracias, y aun anoche mismo me vi bien en peligro en casa de Tragalumbre. ¡Uf! ¡Sólo el recordarlo me da frío!

--¡Ah! ¿Te empeñas en volver a tu casa? Bueno; pues vete; peor para ti.

--¡Peor para ti!-- repitió el gato.

--¡Piénsalo bien, Pinocho, porque pierdes la ocasión de hacer fortuna.

--¡De hacer fortuna!-- repitió el gato.

--De hoy a mañana, tus cinco monedas se hubieran convertido en dos mil.

--¡Dos mil!-- repitió el gato.

--Pero, ¿cómo es posible que se conviertan en tantas preguntó Pinocho, quedando con la boca abierta por la sorpresa.

--Pues verás-- dijo la zorra--. Sabrás que en el país de los búhos hay un campo extraordinario, al cual llaman todos el Campo de los Milagros. Tú haces un agujero en aquel campo y meter; por ejemplo, una moneda de oro. Tapas después el agujero con tierra, lo riegas con un poco de agua, echas encima un poquito de sal, y ya puedes irte tranquilamente a dormir en tu cama. Durante la noche la moneda echa raíces y ramas, y cuando vuelvas al campo, a la mañana siguiente, ¿sabes lo que encuentras? Pues un hermoso árbol que está tan cargado de oro como las espigas lo están de granos de trigo en el mes de Junio.

--Así, pues-- dijo Pinocho, que estaba cada vez más asombrado--, si yo enterrase en ese campo mis cinco monedas de oro, ¿cuántas encontraría a la mañana siguiente?

--Es una cuenta sencillísima-- contesto la zorra--; una cuenta que puede echarse con los dedos. Pongamos que cada moneda se convierte en un racimo de quinientas; multiplica quinientas por cinco, y verás que mañana puedes tener en el bolsillo dos mil quinientas monedas de oro contantes y sonantes.

--¡Oh, qué hermosura!-- gritó Pinocho saltando de alegría--. En cuando recoja todas esas monedas me quedaré con dos mil para mí, y os daré a vosotros quinientas de regalo.

--¿Un regalo a nosotros?-- dijo la zorra con acento desdeñoso y ofendido--. ¡Dios te guarde de hacerlo!

--¡Dios te guarde de hacerlo!-- repitió el gato.

--Nosotros no trabajamos por el vil interés-- continuó la zorra; trabajamos sólo por enriquecer a los demás.

--¡A los demás!-- repitió el gato.

--¡Qué excelentes personas!--pensó Pinocho; y olvidándose en el acto de su papito, de la chaqueta nueva, de la cartilla y de todos sus buenos propósitos, dijo a la zorra y al gato:

--¡Vamos en seguida; os acompaño!
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Pinocho (XI)

con la colaboración de www.atma-psicologia.com
Carlo Collodi


Capítulo XI

Tragalumbre estornuda y perdona a Pinocho, el cual, después salva la vida de su amigo Arlequín.

Tragalumbre (que éste era el nombre del dueño del teatro) parecía a primera vista un hombre terrible, sobre todo por aquellas barbazas negras que le tapaban el pecho y las piernas; pero en el fondo no era malo. La prueba es que cuando vio delante de él al pobre Pinocho, que pataleaba desesperadamente, y que gritaba: ¡No quiero morir! ¡No! ¡No quiero!, empezó a conmoverse y a apiadarse. Al principio quiso mantener sus amenazas; pero por último no pudo contenerse y lanzó un estrepitoso estornudo.

El buen Arlequín, que estaba acurrucado en un rincón, todo compungido y con ojos de carnero moribundo, al oír el estornudo se puso contentísimo, y acercándose a Pinocho le dijo en voz baja:

--¡Buena señal, hermano! Tragalumbre ha estornudado, lo cual indica que se ha compadecido de ti y que estás salvado.

Porque habéis de saber que así como todo el mundo cuando se enternece, llora, o por lo menos hace como que se limpia las lágrimas, Tragalumbre tenía la ocurrencia de estornudar cada vez que se conmovía de verdad. Después de todo, es un sistema como otro cualquiera.

Luego de haber estornudado, Tragalumbre trató de recobrar su aspecto terrible, y gritó a Pinocho:

--¡Basta ya de lloriqueos! Tus chillidos me han hecho cosquillas en el estómago... algo así como... ¡Vamos, que siento una... ¡ahchíss! ¡ahchiss!

Y lanzó otros dos formidables estornudos.

--¡Jesús!-- dijo Pinocho.

--¡Gracias! ¿Y tu papá? ¿Y tu mamá? ¿Están buenos?-- preguntó Tragalumbre.

--Mi papá, sí; pero a mi mamá no la he conocido nunca.

--¡Qué disgusto tan grande tendría tu pobre padre si yo te arrojara al fuego! ¡Pobre viejo! ¡Tengo lástima de él! ¡Ahchiss!, ¡ahchiss!

Y estornudó otras tres veces.

--¡Jesús-- dijo Pinocho.

--¡Gracias! En fin, también yo soy digno de compasión, porque ya ves, no tengo leña bastante para terminar ese asado, y la verdad, tú me hubieras sido muy útil. Pero, ¿qué le vamos a hacer? ¡Me has dado lastima! ¡Tendremos paciencia!... En tu lugar echaré al fuego a cualquiera de mis muñecos. ¡Hola, guardias!

Al oír esta llamada aparecieron en el acto dos guardias civiles de madera altos, altos y delgados, delgados, con el tricornio en la cabeza y el sable desenvainado, en la mano.

Entonces Tragalumbre les dijo con voz imperiosa:

--¡Prended a Arlequín, y después de bien atado arrojadle al fuego! ¡Quiero que mi carnero esté bien dorado!

¡Figuraos el espanto del pobre Arlequín! Se le doblaron las piernas de temor y cayó al suelo.

Al presenciar este conmovedor espectáculo se arrojó Pinocho a los pies de Tragalumbre, y llenándole de lágrimas su larguísima barba, empezó a decir con voz suplicante:

--¡Piedad, señor Tragalumbre!

--¡Aquí no hay ningún señor!-- respondió con dureza Tragalumbre.

--¡Piedad, noble caballero!

--¡Aquí no hay caballeros!

--¡Piedad, Excelencia!

El tratamiento de Excelencia consiguió suavizar un tanto la terrible expresión del rostro de Tragalumbre, y volviéndose de pronto más humano y tratable, dijo a Pinocho:

--Y bien, ¿qué es lo que quieres?

--El perdón del pobre Arlequín.

--Eso no puede ser, amiguito. Si te he perdonado a ti, tengo que echarle al fuego en tu lugar. No quiero que mi carnero esté poco asado.

--¡En ese caso, yo sé cuál es mi deber!-- dijo arrogantemente Pinocho, tirando al suelo su gorro de miga de pan--. ¡En marcha, señores guardias! ¡Atenme y arrójenme al fuego! ¡No, no es justo y no puedo consentir que mi buen amigo Arlequín muera por mi causa!

Estas palabras, dichas en voz alta y con acento heroico, hicieron llorar a todos los muñecos que presenciaban la escena. Los mismos guardias, a pesar de ser de madera, lloraban como dos borreguillos.

Al principio permaneció Tragalumbre insensible y frío como un mármol; pero poco a poco comenzó a enternecerse y a estornudar. Y después de lanzar cuatro o cinco tremendos estornudos, abrió los brazos y dijo afectuosamente a Pinocho:

--¡Eres un buen muchacho! ¡Ven a mis brazos y dame un beso!

Pinocho acudió corriendo, y trepando como una ardilla por la barba de Tragalumbre, le dio un prolongado y sonoro beso en la misma punta de la nariz.

--¿De modo que estoy perdonado?-- preguntó el pobre Arlequín con voz que apenas se oía.

--¡Estás perdonado!-- respondió Tragalumbre.

Dicho esto lanzó un profundo suspiro, y bajando la cabeza murmuró:

--¡Paciencia! Por esta noche me resignaré a comer el carnero, medio crudo; pero lo que es otra vez, ¡pobre del que le toque!

Apenas los muñecos oyeron que Arlequín estaba perdonado, corrieron al escenario, encendieron todas las luces, como en las noches de gala, y empezaron a saltar y a bailar.

Cuando amaneció seguían bailando todavía.
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