lunes, 31 de enero de 2011

El pequeño vigía lombardo

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Edmundo de Amicis.

En 1859, durante la guerra por el rescate de Lombardía, pocos días después de las batallas de Solferino y San Martino, donde los franceses y los italianos triunfaron sobre los austriacos, en una hermosa mañana del mes de junio, una sección de caballería de Saluzo iba a paso lento, por una estrecha senda solitaria, hacia el enemigo, explorando el campo atentamente. Mandaban la sección un oficial y un sargento, y todos miraban a lo lejos delante de sí, con los ojos fijos, silenciosos, preparándose para ver blanquear a cada momento, entre los árboles, las divisiones de las avanzadas enemigas.

Llegaron así a cierta casita rústica, rodeada de fresnos, delante de la cual sólo había un muchacho como de doce años, que descortezaba una gruesa rama con un cuchillo para proporcionarse un bastón. En una de las ventanas de la casa tremolaba al viento la bandera tricolor; dentro no había nadie: los aldeanos, izada su bandera, habían escapado por miedo a los austriacos. Apenas divisó la caballería, el muchacho tiró el bastón y se quitó la gorra. Era un hermoso niño, de aire descarado, con ojos grandes y azules, los cabellos rubios y largos; estaba en mangas de camisa y enseñaba el pecho desnudo.

-¿Qué haces aquí? -le preguntó el oficial parando el caballo-. ¿Por qué no has huido con tu familia?

-Yo no tengo familia -respondió el muchacho-. Soy expósito. Trabajo al servicio de todos. Me he quedado aquí para ver la guerra.

-¿Has visto pasar a los austriacos?

-No, desde hace tres días.

El oficial se quedó un poco pensativo, después se apeó del caballo, y dejando a los soldados allí vueltos hacia el enemigo, entró en la casa y subió hasta el tejado: no se veía más que un pedazo de campo. "Es menester subir sobre los árboles", pensó el oficial; y bajó. Precisamente delante de la era se alzaba un fresno altísimo y flexible, cuya cumbre casi se mecía en las nubes. El oficial estuvo por momentos indeciso, mirando primero el árbol y luego a los soldados; de pronto preguntó al muchacho:

-¿Tienes buena vista, chico?

-¿Yo? -respondió el muchacho-. Yo veo un gorrioncillo aunque esté a dos leguas.

-¿Sabrías tú subir a la cima de aquel árbol?

-¿A la cima de aquel árbol, yo? En medio minuto me subo.

-¿Y sabrás decirme lo que veas desde allí arriba, si son soldados austriacos, nubes de polvo, fusiles que relucen, caballos...?

-Seguro que sabré.

-¿Qué quieres por prestarme este servicio?

-¿Qué quiero? -dijo el muchacho sonriendo-. Nada. ¡Vaya una cosa! Y después... si fuera por los alemanes, entonces por ningún precio: ¡pero por los nuestros!... Si yo soy lombardo.

-Bien; súbete, pues.

-Espere que me quite los zapatos.

Se quitó el calzado, se apretó el cinturón, echó al suelo la gorra y se abrazó al tronco del fresno.

-Pero, mira... -exclamó el oficial, intentando detenerlo como sobrecogido por un repentino temor.

El muchacho se volvió a mirarlo con sus hermosos ojos azules, en actitud interrogante.

-Nada -dijo el oficial-; sube.

El muchacho se encaramó como un gato.

-¡Miren adelante! -gritó el oficial a los soldados.

En pocos momentos el muchacho estuvo en la copa del árbol, abrazado al tronco, con las piernas entre las hojas pero con el pecho descubierto, y su rubia cabeza, que resplandecía con el sol, parecía oro. El oficial apenas lo veía: tan pequeño resultaba allí arriba.

-Mira hacia el frente, y muy lejos -gritó el oficial.

El chico, para ver mejor, sacó la mano derecha, que apoyaba en el árbol, y se la puso sobre los ojos a manera de pantalla.

-¿Qué ves? -preguntó el oficial.

El muchacho inclinó la cara hacia él, y, haciendo portavoz con su mano, respondió:

-Dos hombres a caballo en lo blanco del camino.

-¿A qué distancia de aquí?

-Media legua.

-¿Se mueven?

-Están parados.

-¿Qué otra cosa ves? -preguntó el oficial después de un instante de silencio-.

Mira a la derecha.

El chico dijo:

-Cerca del cementerio, entre los árboles, hay algo que brilla; parecen bayonetas.

-¿Ves gente?

-No; estarán escondidos entre los sembrados.

En aquel momento, un silbido de bala agudísimo se sintió por el aire y fue a perderse lejos, detrás de la casa.

-¡Bájate, muchacho! -gritó el oficial-. Te han visto. No quiero saber más. Vente abajo.

-Yo no tengo miedo -respondió el chico.

-¡Baja!... -repitió el oficial-. ¿Qué más ves a la izquierda?

-¿A la izquierda?

El muchacho volvió la cabeza a la izquierda. En aquel momento otro silbido más agudo y más bajo hendió los aires. El muchacho se ocultó todo lo que pudo.

-¡Vamos -exclamó-, la han tomado conmigo!-. La bala le había pasado muy cerca.

-¡Abajo! -gritó el oficial con energía, furioso.

-En seguida bajo -respondió el chico-, pero el árbol me resguarda; no tenga usted cuidado. ¿A la izquierda quiere usted saber?

-A la izquierda -dijo el oficial-, pero baja.

-A la izquierda -gritó el niño, dirigiendo el cuerpo hacia aquella parte-, donde hay una capilla, me parece ver...

Un tercer silbido pasó por lo alto, y en seguida se vio al muchacho venir abajo, deteniéndose en un punto en el tronco y en las ramas, y precipitándose después de cabeza con los brazos abiertos.

-¡Maldición! -gritó el oficial, acudiendo.

El chico cayó a tierra de espaldas, y quedó tendido con los brazos abiertos, boca arriba: un arroyo de sangre le salió del pecho, a la izquierda. El sargento y dos soldados se apearon de sus caballos: el oficial se agachó y le separó la camisa; la bala le había entrado en el pulmón izquierdo.

-¡Está muerto! -exclamó el oficial.

-¡No, vive! -replicó el sargento.

-¡Ah, pobre niño, valiente muchacho! -gritó el oficial-. ¡Ánimo, ánimo!

Pero mientras decía "ánimo" y le oprimía el pañuelo sobre la herida, el muchacho movió los ojos e inclinó la cabeza: había muerto. El oficial palideció y lo miró fijo un minuto; después le arregló la cabeza sobre la hierba, se levantó y estuvo otro instante mirándolo. También el sargento y los dos soldados, inmóviles, lo miraban; los demás estaban vueltos hacia el enemigo.

-¡Pobre muchacho! -repitió tristemente el oficial-. ¡Pobre y valiente niño!

Luego se acercó a la casa, quitó de la ventana la bandera tricolor y la extendió como paño fúnebre sobre el pobre niño muerto, dejándole la cara descubierta.

El sargento colocó a su lado los zapatos, la gorra, el bastón y el cuchillo.

Permanecieron aún un rato silenciosos; después, el oficial se volvió hacia el sargento y le dijo:

-Mandaremos que lo recoja la ambulancia: ha muerto como soldado, y como soldado debemos enterrarlo.

Dicho esto, dio al muerto un beso en la frente y gritó:

-¡A caballo!

Todos se aseguraron en las sillas, reuniéndose la sección, y volvió a emprender su marcha.

Pocas horas después, el niño muerto tuvo los honores de guerra.

Al ponerse el sol, toda la línea de las avanzadas italianas se dirigió hacia el enemigo, y por el mismo camino que había recorrido por la mañana la sección de caballería, avanzaba en dos filas un bravo batallón de cazadores, que pocos días antes había regado valerosamente con su sangre el collado de San Martino.

La noticia de la muerte del muchacho había corrido ya entre los soldados antes de que dejaran sus campamentos. El camino, flanqueado por un arroyuelo, pasaba a pocos pasos de distancia de la casa. Cuando los primeros oficiales del batallón vieron el pequeño cadáver tendido al pie del fresno y cubierto con la bandera tricolor, lo saludaron con sus sables, y uno de ellos se inclinó sobre la orilla del arroyo, que estaba muy florida, arrancó las flores, y se las echó. Entonces todos los cazadores, conforme iban pasando, cortaban flores y las arrojaban sobre el muerto. En pocos momentos, el muchacho se vio cubierto de flores, y todos los soldados le dirigían sus saludos al pasar: ¡Bravo, pequeño lombardo! ¡Adiós, niño! ¡Adiós, rubio! ¡Viva! ¡Bendito seas! ¡Adiós!

Un oficial le puso su cruz roja, otro lo besó en la frente, y las flores continuaban lloviendo sobre sus desnudos pies, sobre el pecho ensangrentado, sobre la rubia cabeza. Y él parecía dormido en la hierba, envuelto en la bandera, con el rostro pálido y casi sonriendo, como si oyese aquellos saludos y estuviese contento de haber dado la vida por su patria.

FIN

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martes, 25 de enero de 2011

Una broma del maestro.

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Anónimo hindú.

Había en un pueblo de la India un hombre de gran santidad. A los aldeanos les parecía una persona notable a la vez que extravagante. La verdad es que ese hombre les llamaba la atención al mismo tiempo que los confundía. El caso es que le pidieron que les predicase. El hombre, que siempre estaba en disponibilidad para los demás, no dudó en aceptar. El día señalado para la prédica, no obstante, tuvo la intuición de que la actitud de los asistentes no era sincera y de que debían recibir una lección. Llegó el momento de la charla y todos los aldeanos se dispusieron a escuchar al hombre santo confiados en pasar un buen rato a su costa. El maestro se presentó ante ellos. Tras una breve pausa de silencio, preguntó:

-Amigos, ¿saben de qué voy a hablarles?

-No -contestaron.

-En ese caso -dijo-, no voy a decirles nada. Son tan ignorantes que de nada podría hablarles que mereciera la pena. En tanto no sepan de qué voy a hablarles, no les dirigiré la palabra.

Los asistentes, desorientados, se fueron a sus casas. Se reunieron al día siguiente y decidieron reclamar nuevamente las palabras del santo.

El hombre no dudó en acudir hasta ellos y les preguntó:

-¿Saben de qué voy a hablarles?

-Sí, lo sabemos -repusieron los aldeanos.

-Siendo así -dijo el santo-, no tengo nada que decirles, porque ya lo saben. Que pasen una buena noche, amigos.

Los aldeanos se sintieron burlados y experimentaron mucha indignación.

No se dieron por vencidos, desde luego, y convocaron de nuevo al hombre santo. El santo miró a los asistentes en silencio y calma. Después, preguntó:

-¿Saben, amigos, de qué voy a hablarles?

No queriendo dejarse atrapar de nuevo, los aldeanos ya habían convenido la respuesta:

-Algunos lo sabemos y otros no.

Y el hombre santo dijo:

-En tal caso, que los que saben transmitan su conocimiento a los que no saben.

Dicho esto, el hombre santo se marchó de nuevo al bosque.

FIN

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lunes, 24 de enero de 2011

El traje nuevo del emperador.

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Hans Christian Andersen

Hace muchos años había un Emperador tan aficionado a los trajes nuevos, que gastaba todas sus rentas en vestir con la máxima elegancia.

No se interesaba por sus soldados ni por el teatro, ni le gustaba salir de paseo por el campo, a menos que fuera para lucir sus trajes nuevos. Tenía un vestido distinto para cada hora del día, y de la misma manera que se dice de un rey: “Está en el Consejo”, de nuestro hombre se decía: “El Emperador está en el vestuario”.

La ciudad en que vivía el Emperador era muy alegre y bulliciosa. Todos los días llegaban a ella muchísimos extranjeros, y una vez se presentaron dos truhanes que se hacían pasar por tejedores, asegurando que sabían tejer las más maravillosas telas. No solamente los colores y los dibujos eran hermosísimos, sino que las prendas con ellas confeccionadas poseían la milagrosa virtud de ser invisibles a toda persona que no fuera apta para su cargo o que fuera irremediablemente estúpida.

-¡Deben ser vestidos magníficos! -pensó el Emperador-. Si los tuviese, podría averiguar qué funcionarios del reino son ineptos para el cargo que ocupan. Podría distinguir entre los inteligentes y los tontos. Nada, que se pongan enseguida a tejer la tela-. Y mandó abonar a los dos pícaros un buen adelanto en metálico, para que pusieran manos a la obra cuanto antes.

Ellos montaron un telar y simularon que trabajaban; pero no tenían nada en la máquina. A pesar de ello, se hicieron suministrar las sedas más finas y el oro de mejor calidad, que se embolsaron bonitamente, mientras seguían haciendo como que trabajaban en los telares vacíos hasta muy entrada la noche.

«Me gustaría saber si avanzan con la tela»-, pensó el Emperador. Pero había una cuestión que lo tenía un tanto cohibido, a saber, que un hombre que fuera estúpido o inepto para su cargo no podría ver lo que estaban tejiendo. No es que temiera por sí mismo; sobre este punto estaba tranquilo; pero, por si acaso, prefería enviar primero a otro, para cerciorarse de cómo andaban las cosas. Todos los habitantes de la ciudad estaban informados de la particular virtud de aquella tela, y todos estaban impacientes por ver hasta qué punto su vecino era estúpido o incapaz.

«Enviaré a mi viejo ministro a que visite a los tejedores -pensó el Emperador-. Es un hombre honrado y el más indicado para juzgar de las cualidades de la tela, pues tiene talento, y no hay quien desempeñe el cargo como él».

El viejo y digno ministro se presentó, pues, en la sala ocupada por los dos embaucadores, los cuales seguían trabajando en los telares vacíos. «¡Dios nos ampare! -pensó el ministro para sus adentros, abriendo unos ojos como naranjas-. ¡Pero si no veo nada!». Sin embargo, no soltó palabra.

Los dos fulleros le rogaron que se acercase y le preguntaron si no encontraba magníficos el color y el dibujo. Le señalaban el telar vacío, y el pobre hombre seguía con los ojos desencajados, pero sin ver nada, puesto que nada había. «¡Dios santo! -pensó-. ¿Seré tonto acaso? Jamás lo hubiera creído, y nadie tiene que saberlo. ¿Es posible que sea inútil para el cargo? No, desde luego no puedo decir que no he visto la tela».

-¿Qué? ¿No dice Vuecencia nada del tejido? -preguntó uno de los tejedores.

-¡Oh, precioso, maravilloso! -respondió el viejo ministro mirando a través de los lentes-. ¡Qué dibujo y qué colores! Desde luego, diré al Emperador que me ha gustado extraordinariamente.

-Nos da una buena alegría -respondieron los dos tejedores, dándole los nombres de los colores y describiéndole el raro dibujo. El viejo tuvo buen cuidado de quedarse las explicaciones en la memoria para poder repetirlas al Emperador; y así lo hizo.

Los estafadores pidieron entonces más dinero, seda y oro, ya que lo necesitaban para seguir tejiendo. Todo fue a parar a sus bolsillos, pues ni una hebra se empleó en el telar, y ellos continuaron, como antes, trabajando en las máquinas vacías.

Poco después el Emperador envió a otro funcionario de su confianza a inspeccionar el estado de la tela e informarse de si quedaría pronto lista. Al segundo le ocurrió lo que al primero; miró y miró, pero como en el telar no había nada, nada pudo ver.

-¿Verdad que es una tela bonita? -preguntaron los dos tramposos, señalando y explicando el precioso dibujo que no existía.

«Yo no soy tonto -pensó el hombre-, y el empleo que tengo no lo suelto. Sería muy fastidioso. Es preciso que nadie se dé cuenta». Y se deshizo en alabanzas de la tela que no veía, y ponderó su entusiasmo por aquellos hermosos colores y aquel soberbio dibujo.

-¡Es digno de admiración! -dijo al Emperador.

Todos los moradores de la capital hablaban de la magnífica tela, tanto, que el Emperador quiso verla con sus propios ojos antes de que la sacasen del telar. Seguido de una multitud de personajes escogidos, entre los cuales figuraban los dos probos funcionarios de marras, se encaminó a la casa donde paraban los pícaros, los cuales continuaban tejiendo con todas sus fuerzas, aunque sin hebras ni hilados.

-¿Verdad que es admirable? -preguntaron los dos honrados dignatarios-. Fíjese Vuestra Majestad en estos colores y estos dibujos -y señalaban el telar vacío, creyendo que los demás veían la tela.

«¡Cómo! -pensó el Emperador-. ¡Yo no veo nada! ¡Esto es terrible! ¿Seré tan tonto? ¿Acaso no sirvo para emperador? Sería espantoso».

-¡Oh, sí, es muy bonita! -dijo-. Me gusta, la apruebo-. Y con un gesto de agrado miraba el telar vacío; no quería confesar que no veía nada.

Todos los componentes de su séquito miraban y remiraban, pero ninguno sacaba nada en limpio; no obstante, todo era exclamar, como el Emperador: -¡oh, qué bonito!-, y le aconsejaron que estrenase los vestidos confeccionados con aquella tela en la procesión que debía celebrarse próximamente. -¡Es preciosa, elegantísima, estupenda!- corría de boca en boca, y todo el mundo parecía extasiado con ella.

El Emperador concedió una condecoración a cada uno de los dos bribones para que se las prendieran en el ojal, y los nombró tejedores imperiales.

Durante toda la noche que precedió al día de la fiesta, los dos embaucadores estuvieron levantados, con dieciséis lámparas encendidas, para que la gente viese que trabajaban activamente en la confección de los nuevos vestidos del Soberano. Simularon quitar la tela del telar, cortarla con grandes tijeras y coserla con agujas sin hebra; finalmente, dijeron: -¡Por fin, el vestido está listo!

Llegó el Emperador en compañía de sus caballeros principales, y los dos truhanes, levantando los brazos como si sostuviesen algo, dijeron:

-Esto son los pantalones. Ahí está la casaca. -Aquí tienen el manto... Las prendas son ligeras como si fuesen de telaraña; uno creería no llevar nada sobre el cuerpo, mas precisamente esto es lo bueno de la tela.

-¡Sí! -asintieron todos los cortesanos, a pesar de que no veían nada, pues nada había.

-¿Quiere dignarse Vuestra Majestad quitarse el traje que lleva -dijeron los dos bribones- para que podamos vestirle el nuevo delante del espejo?

Quitose el Emperador sus prendas, y los dos simularon ponerle las diversas piezas del vestido nuevo, que pretendían haber terminado poco antes. Y cogiendo al Emperador por la cintura, hicieron como si le atasen algo, la cola seguramente; y el Monarca todo era dar vueltas ante el espejo.

-¡Dios, y qué bien le sienta, le va estupendamente! -exclamaban todos-. ¡Vaya dibujo y vaya colores! ¡Es un traje precioso!

-El palio bajo el cual irá Vuestra Majestad durante la procesión, aguarda ya en la calle - anunció el maestro de Ceremonias.

-Muy bien, estoy a punto -dijo el Emperador-. ¿Verdad que me sienta bien? - y volviose una vez más de cara al espejo, para que todos creyeran que veía el vestido.

Los ayudas de cámara encargados de sostener la cola bajaron las manos al suelo como para levantarla, y avanzaron con ademán de sostener algo en el aire; por nada del mundo hubieran confesado que no veían nada. Y de este modo echó a andar el Emperador bajo el magnífico palio, mientras el gentío, desde la calle y las ventanas, decía:

-¡Qué preciosos son los vestidos nuevos del Emperador! ¡Qué magnífica cola! ¡Qué hermoso es todo!

Nadie permitía que los demás se diesen cuenta de que nada veía, para no ser tenido por incapaz en su cargo o por estúpido. Ningún traje del Monarca había tenido tanto éxito como aquél.

-¡Pero si no lleva nada! -exclamó de pronto un niño.

-¡Dios bendito, escuchen la voz de la inocencia! -dijo su padre; y todo el mundo se fue repitiendo al oído lo que acababa de decir el pequeño.

-¡No lleva nada; es un chiquillo el que dice que no lleva nada!

-¡Pero si no lleva nada! -gritó, al fin, el pueblo entero.

Aquello inquietó al Emperador, pues barruntaba que el pueblo tenía razón; mas pensó: «Hay que aguantar hasta el fin». Y siguió más altivo que antes; y los ayudas de cámara continuaron sosteniendo la inexistente cola.

FIN


 
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domingo, 23 de enero de 2011

La Cenicienta

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Hoy es un día especial. Hoy ha nacido nuestra sobrina Leire Luna García, y a ella le dedicamos este cuento.


Anónimo

Hubo una vez una joven muy bella que no tenía padres, sino madrastra, una viuda impertinente con dos hijas a cual más fea. Era ella quien hacía los trabajos más duros de la casa, y como sus vestidos estaban siempre tan manchados de ceniza, todos la llamaban Cenicienta.

Un día el rey de aquel país anunció que iba a dar una gran fiesta a la que invitaba a todas las jóvenes casaderas del reino.

-Tú, Cenicienta, no irás -dijo la madrastra-. Te quedarás en casa fregando el suelo y preparando la cena para cuando volvamos.

Llegó el día del baile y Cenicienta, apesadumbrada, vio partir a sus hermanastras hacia el Palacio Real. Cuando se encontró sola en la cocina no pudo reprimir sus sollozos.

-¿Por qué seré tan desgraciada? -exclamó.

De pronto se le apareció su Hada Madrina.

-No te preocupes -exclamó el Hada-. Tú también podrás ir al baile, pero con una condición: que cuando el reloj de Palacio dé las doce campanadas tendrás que regresar sin falta.

Y tocándola con su varita mágica la transformó en una maravillosa joven.

La llegada de Cenicienta al Palacio causó honda admiración. Al entrar en la sala de baile, el Príncipe quedó tan prendado de su belleza que bailó con ella toda la noche. Sus hermanastras no la reconocieron y se preguntaban quién sería aquella joven.

En medio de tanta felicidad, Cenicienta oyó sonar en el reloj de Palacio las doce.

-¡Oh, Dios mío! ¡Tengo que irme! -exclamó.

Como una exhalación atravesó el salón y bajó la escalinata, perdiendo en su huida un zapato, que el Príncipe recogió asombrado.

Para encontrar a la bella joven, el Príncipe ideó un plan. Se casaría con aquella que pudiera calzarse el zapato. Envió a sus heraldos a recorrer todo el Reino. Las doncellas se lo probaban en vano, pues no había ni una a quien le fuera bien el zapatito.

Al fin llegaron a casa de Cenicienta, y claro está que sus hermanastras no pudieron calzar el zapato, pero cuando se lo puso Cenicienta vieron con estupor que le quedaba perfecto.

Y así sucedió que el Príncipe se casó con la joven y vivieron muy felices.

FIN

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El pequeño escribiente florentino

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Edmundo de Amicis

Tenía doce años y cursaba la cuarta elemental. Era un simpático niño florentino de cabellos rubios y tez blanca, hijo mayor de cierto empleado de ferrocarriles quien, teniendo una familia numerosa y un escaso sueldo, vivía con suma estrechez. Su padre lo quería mucho, y era bueno e indulgente con él; indulgente en todo menos en lo que se refería a la escuela: en esto era muy exigente y se revestía de bastante severidad, porque el hijo debía estar pronto dispuesto a obtener otro empleo para ayudar a sostener a la familia; y para ello necesitaba trabajar mucho en poco tiempo.

Así, aunque el muchacho era aplicado, el padre lo exhortaba siempre a estudiar. Era éste ya de avanzada edad y el exceso de trabajo lo había también envejecido prematuramente. En efecto, para proveer a las necesidades de la familia, además del mucho trabajo que tenía en su empleo, se buscaba a la vez, aquí y allá, trabajos extraordinarios de copista. Pasaba, entonces, sin descansar, ante su mesa, buena parte de la noche. Últimamente, cierta casa editorial que publicaba libros y periódicos le había hecho el encargo de escribir en las fajas el nombre y la dirección de los suscriptores. Ganaba tres florines por cada quinientas de aquellas tirillas de papel, escritas en caracteres grandes y regulares. Pero esta tarea lo cansaba, y se lamentaba de ello a menudo con la familia a la hora de comer.

-Estoy perdiendo la vista -decía-; esta ocupación de noche acaba conmigo.

El hijo le dijo un día:

-Papá, déjame trabajar en tu lugar; tú sabes que escribo regular, tanto como tú.

Pero el padre le respondió:

-No, hijo, no; tú debes estudiar; tu escuela es mucho más importante que mis fajas: tendría remordimiento si te privara del estudio una hora; lo agradezco; pero no quiero, y no me hables más de ello.

El hijo sabía que con su padre era inútil insistir en aquellas materias, y no insistió. Pero he aquí lo que hizo. Sabía que a las doce en punto dejaba su padre de escribir y salía del despacho para dirigirse a la alcoba. Alguna vez lo había oído: en cuanto el reloj daba las doce, sentía inmediatamente el rumor de la silla que se movía y el lento paso de su padre. Una noche esperó a que estuviese ya en cama; se vistió sin hacer ruido, anduvo a tientas por el cuarto, encendió el quinqué de petróleo, y se sentó en la mesa de despacho, donde había un montón de fajas blancas y la indicación de las direcciones de los suscriptores.

Empezó a escribir, imitando todo lo que pudo la letra de su padre. Y escribía contento, con gusto, aunque con miedo; las fajas escritas aumentaban, y de vez en cuando dejaba la pluma para frotarse las manos; después continuaba con más alegría, atento el oído y sonriente. Escribió ciento sesenta: ¡cerca de un florín! Entonces se detuvo: dejó la pluma donde estaba, apagó la luz y se volvió a la cama de puntillas.

Aquel día, a las doce, el padre se sentó a la mesa de buen humor. No había advertido nada. Hacía aquel trabajo mecánicamente, contando las horas y pensando en otra cosa. No sacaba la cuenta de las fajas escritas hasta el día siguiente. Sentado a la mesa con buen humor, y poniendo la mano en el hombro del hijo:

-¡Eh, Julio -le dijo-, mira qué buen trabajador es tu padre! En dos horas he trabajado anoche un tercio más de lo que acostumbro. La mano aún está ágil, y los ojos cumplen todavía con su deber.

Julio, contento, mudo, decía para sí: "¡Pobre padre! Además de la ganancia, le he proporcionado también esta satisfacción: la de creerse rejuvenecido. ¡Ánimo, pues!"

Alentado con el éxito, la noche siguiente, en cuanto dieron las doce, se levantó otra vez y se puso a trabajar. Y lo mismo siguió haciendo varias noches. Su padre seguía también sin advertir nada. Sólo una vez, cenando, observó de pronto:

-¡Es raro: cuánto petróleo se gasta en esta casa de algún tiempo a esta parte!

Julio se estremeció; pero la conversación no pasó de allí, y el trabajo nocturno siguió adelante.

Lo que ocurrió fue que, interrumpiendo así su sueño todas las noches, Julio no descansaba bastante; por la mañana se levantaba rendido aún, y por la noche al estudiar, le costaba trabajo tener los ojos abiertos. Una noche, por primera vez en su vida, se quedó dormido sobre los apuntes.

-¡Vamos, vamos! -le gritó su padre dando una palmada-. ¡Al trabajo!

Se asustó y volvió a ponerse a estudiar. Pero la noche y los días siguientes continuaba igual, y aún peor: daba cabezadas sobre los libros, se despertaba más tarde de lo acostumbrado; estudiaba las lecciones con desgano, y parecía que le disgustaba el estudio. Su padre empezó a observarlo, después se preocupó de ello y, al fin, tuvo que reprenderlo. Nunca lo había tenido que hacer por esta causa.

-Julio -le dijo una mañana-; tú te descuidas mucho; ya no eres el de otras veces. No quiero esto. Todas las esperanzas de la familia se cifraban en ti. Estoy muy descontento. ¿Comprendes?

A este único regaño, el verdaderamente severo que había recibido, el muchacho se turbó.

-Sí, cierto -murmuró entre dientes-; así no se puede continuar; es menester que el engaño concluya.

Pero por la noche de aquel mismo día, durante la comida, su padre exclamó con alegría:

-¡Este mes he ganado en las fajas treinta y dos florines más que el mes pasado!

Y diciendo esto, sacó a la mesa un puñado de dulces que había comprado, para celebrar con sus hijos la ganancia extraordinaria que todos acogieron con júbilo.

Entonces Julio cobró ánimo y pensó para sí:

"¡No, pobre padre; no cesaré de engañarte; haré mayores esfuerzos para estudiar mucho de día; pero continuaré trabajando de noche para ti y para todos los demás!"
Y añadió el padre:

-¡Treinta y dos florines!... Estoy contento... Pero hay otra cosa -y señaló a Julio- que me disgusta.

Y Julio recibió la reconvención en silencio, conteniendo dos lágrimas que querían salir, pero sintiendo al mismo tiempo en el corazón cierta dulzura. Y siguió trabajando con ahínco; pero acumulándose un trabajo a otro, le era cada vez más difícil resistir. La situación se prolongó así por dos meses. El padre continuaba reprendiendo al muchacho y mirándolo cada vez más enojado. Un día fue a preguntar por él al maestro, y éste le dijo:

-Sí, cumple, porque tiene buena inteligencia; pero no está tan aplicado como antes. Se duerme, bosteza, está distraído; hace sus apuntes cortos, de prisa, con mala letra. Él podría hacer más, pero mucho más.
Aquella noche el padre llamó al hijo aparte y le hizo reconvenciones más severas que las que hasta entonces le había hecho.

-Julio, tú ves que yo trabajo, que yo gasto mucho mi vida por la familia. Tú no me secundas, tú no tienes lástima de mí, ni de tus hermanos, ni aún de tu madre.

-¡Ah, no, no diga usted eso, padre mío! -gritó el hijo ahogado en llanto, y abrió la boca para confesarlo todo.
Pero su padre lo interrumpió diciendo:

-Tú conoces las condiciones de la familia: sabes que hay necesidad de hacer mucho, de sacrificarnos todos. Yo mismo debía doblar mi trabajo. Yo contaba estos meses últimos con una gratificación de cien florines en el ferrocarril, y he sabido esta mañana que ya no la tendré.

Ante esta noticia, Julio retuvo en seguida la confesión que estaba por escaparse de sus labios, y se dijo resueltamente: "No, padre mío, no te diré nada; guardaré el secreto para poder trabajar por ti; del dolor que te causo te compenso de este modo: en la escuela estudiaré siempre lo bastante para salir del paso: lo que importa es ayudar para ganar la vida y aligerarte de la ocupación que te mata".

Siguió adelante, transcurrieron otros dos meses de tarea nocturna y de pereza de día, de esfuerzos desesperados del hijo y de amargas reflexiones del padre. Pero lo peor era que éste se iba enfriando poco a poco con el niño, y no le hablaba sino raras veces, como si fuera un hijo desnaturalizado, del que nada hubiese que esperar, y casi huía de encontrar su mirada. Julio lo advertía, sufría en silencio, y cuando su padre volvía la espalda, le mandaba un beso furtivamente, volviendo la cara con sentimiento de ternura compasiva y triste; mientras tanto el dolor y la fatiga lo demacraban y le hacían perder el color, obligándolo a descuidarse cada vez más en sus estudios.

Comprendía perfectamente que todo concluiría en un momento, la noche que dijera: "Hoy no me levanto"; pero al dar las doce, en el instante en que debía confirmar enérgicamente su propósito, sentía remordimiento; le parecía que, quedándose en la cama, faltaba a su deber, que robaba un florín a su padre y a su familia; y se levantaba pensando que cualquier noche que su padre se despertara y lo sorprendiera, o que por casualidad se enterara contando las fajas dos veces, entonces terminaría naturalmente todo, sin un acto de su voluntad, para lo cual no se sentía con ánimos. Y así continuó la misma situación.

Pero una tarde, durante la comida, el padre pronunció una palabra que fue decisiva para él. Su madre lo miró, y pareciéndole que estaba más echado a perder y más pálido que de costumbre, le dijo:

-Julio, tú estás enfermo. -Y después, volviéndose con ansiedad al padre-: Julio está enfermo, ¡mira qué pálido está!... ¡Julio mío! ¿Qué tienes?

El padre lo miró de reojo y dijo:

-La mala conciencia hace que tenga mala salud. No estaba así cuando era estudiante aplicado e hijo cariñoso.

-¡Pero está enfermo! -exclamó la mamá.

-¡Ya no me importa! -respondió el padre.

Aquella palabra le hizo el efecto de una puñalada en el corazón al pobre muchacho. ¡Ah! Ya no le importaba su salud a su padre, que en otro tiempo temblaba de oírlo toser solamente. Ya no lo quería, pues; había muerto en el corazón de su padre.

"¡Ah, no, padre mío! -dijo entre sí con el corazón angustiado-; ahora acabo esto de veras; no puedo vivir sin tu cariño, lo quiero todo; todo te lo diré, no te engañaré más y estudiaré como antes, suceda lo que suceda, para que tú vuelvas a quererme, padre mío. ¡Oh, estoy decidido en mi resolución!"

Aquella noche se levantó todavía, más bien por fuerza de la costumbre que por otra causa; y cuando se levantó quiso volver a ver por algunos minutos, en el silencio de la noche, por última vez, aquel cuarto donde había trabajado tanto secretamente, con el corazón lleno de satisfacción y de ternura.

Sin embargo, cuando se volvió a encontrar en la mesa, con la luz encendida, y vio aquellas fajas blancas sobre las cuales no iba ya a escribir más, aquellos nombres de ciudades y de personas que se sabía de memoria, le entró una gran tristeza e involuntariamente cogió la pluma para reanudar el trabajo acostumbrado. Pero al extender la mano, tocó un libro y éste se cayó. Se quedó helado.

Si su padre se despertaba... Cierto que no lo habría sorprendido cometiendo ninguna mala acción y que él mismo había decidido contárselo todo; sin embargo... el oír acercarse aquellos pasos en la oscuridad, el ser sorprendido a aquella hora, con aquel silencio; el que su madre se hubiese despertado y asustado; el pensar que por lo pronto su padre hubiera experimentado una humillación en su presencia descubriéndolo todo..., todo esto casi lo aterraba.

Aguzó el oído, suspendiendo la respiración... No oyó nada. Escuchó por la cerradura de la puerta que tenía detrás: nada. Toda la casa dormía. Su padre no había oído. Se tranquilizó y volvió a escribir.

Las fajas se amontonaban unas sobre otras. Oyó el paso cadencioso de la guardia municipal en la desierta calle; luego ruido de carruajes que cesó al cabo de un rato; después, pasado algún tiempo, el rumor de una fila de carros que pasaron lentamente; más tarde silencio profundo, interrumpido de vez en cuando por el ladrido de algún perro. Y siguió escribiendo.

Entretanto su padre estaba detrás de él: se había levantado cuando se cayó el libro, y esperó buen rato; el ruido de los carros había cubierto el rumor de sus pasos y el ligero chirrido de las hojas de la puerta; y estaba allí, con su blanca cabeza sobre la negra cabecita de Julio. Había visto correr la pluma sobre las fajas y, en un momento, lo había recordado y comprendido todo. Un arrepentimiento desesperado, una ternura inmensa invadió su alma. De pronto, en un impulso, le tomó la cara entre las manos y Julio lanzó un grito de espanto. Después, al ver a su padre, se echó a llorar y le pidió perdón.

-Hijo querido, tú debes perdonarme -replicó el padre-. Ahora lo comprendo todo. Ven a ver a tu madre.

Y lo llevó casi a la fuerza junto al lecho y allí mismo pidió a su mujer que besara al niño. Después lo tomó en sus brazos y lo llevó hasta la cama, quedándose junto a él hasta que se durmió. Después de tantos meses, Julio tuvo un sueño tranquilo. Cuando el sol entró por la ventana y el niño despertó, vio apoyada en el borde de la cama la cabeza gris de su padre, quien había dormido allí toda la noche, junto a su hijo querido.

FIN

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viernes, 21 de enero de 2011

El pequeño Lischen

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Anónimo Suizo

La clara luz de la Luna llena brillaba a través de la ventana, precisamente junto a la pared donde estaba la camita. Por ello le era imposible dormirse al pequeño Lischen. Continuamente miraba hacia el claro rostro de la Luna. Ésta tenía ojos, que ahora empezaban a parpadear; tenía boca, que comenzaba a moverse de repente.

-Lischen, ¿por qué no duermes aún? -le preguntó la luna.

-Porque tú me contemplas así.

-Entonces no te miraré más -le dijo la Luna, y cubrió su faz con una nube.

Al momento se durmió Lischen. Entonces soñó que la buena luna había partido muy lejos y no volvería ya nunca más.

Lischen se puso a llorar. Entonces apartó la Luna rápidamente la nube que la cubría y se rió del pequeño Lischen.

-¡Mírame! Aquí estoy -dijo.

Pero el pequeño Lischen tenía los ojitos tan llenos de sueño, que no podía ver bien a la luna.

-¡Acércate! -dijo ella-. ¡Sube hasta mí!

Entonces fue Lischen quien se rió de la Luna y dijo:

-¿Cómo he de subir si estás tan alta?...

-Te mandaré mis rayos.

Y la luna, en efecto, mandó todos sus rayos, de modo que parecían una carretera de oro. Lischen comenzó a subir por ella, hasta que estuvo muy cerca de su amiga. Pero entonces se hizo gigantesco el rostro de la luna: los ojos eran como lagos, la nariz como una poderosa montaña y la boca como un profundo, muy profundo, valle.

El pequeño Lischen quedó aterrado ante tal vista, y retrocedió corriendo. Pero el camino de rayos había desaparecido y cayó de cabeza hacia la tierra, rodeado por completo de oscuridad. Cuando llegó abajo, se produjo un fuerte bum-bum. El pequeño Lischen se incorporó aterrado y empezó a llorar fuertemente.

Al oír el llanto, acudió presurosa su madre y tras ella vino su padre, y tras el padre, vino su hermana mayor. Cuando vieron al chiquillo, con su camisita de dormir, sentado al pie de la cama, preguntaron los tres a la vez:

-Lischen, ¿qué ha sucedido?

-He caído de la luna -sollozó el niño.

Entonces se rió el padre, y la hermana se rió también; pero la madre levantó al pobre Lischen y le preguntó:

-¿Dónde te duele?

-Aquí, en la cabeza -dijo Lischen.

Su madre le acarició el lugar dolorido, mientras le cantaba:

Cúrate pronto,
cúrate ya.
No llores, niño,
no llores más.
Las hadas buenas
pronto vendrán,
y tus dolores te sanarán.
Cúrate pronto,
cúrate ya.

-Bueno, ahora puedes dormirte de nuevo -dijo después-; pero desearía aconsejarte una cosa: ¡no vuelvas a subirte nunca más a la Luna! ¡Está demasiado alta para un hombrecillo tan pequeño como tú!

Lischen lo prometió, firme y seguro, y así lo ha cumplido puntualmente hasta el día de hoy.

FIN

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jueves, 20 de enero de 2011

El gato con botas

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Hermanos Grimm

Érase una vez un molinero que tenía tres hijos, su molino, un asno y un gato. Los hijos tenían que moler, el asno tenía que llevar el grano y acarrear la harina y el gato tenía que cazar ratones. Cuando el molinero murió, los tres hijos se repartieron la herencia. El mayor heredó el molino, el segundo el asno y el tercero el gato, pues era lo único que quedaba.

Entonces se puso muy triste y se dijo a sí mismo:

«Yo soy el que ha salido peor parado. Mi hermano mayor puede moler y mi segundo hermano puede montar en su asno, pero ¿qué voy a hacer yo con el gato? Si me hago un par de guantes con su piel, ya no me quedará nada.»

-Escucha -empezó a decir el gato, que lo había entendido todo-, no debes matarme sólo por sacar de mi piel un par de guantes malos. Encarga que me hagan un par de botas para que pueda salir a que la gente me vea, y pronto obtendrás ayuda.

El hijo del molinero se asombró de que el gato hablara de aquella manera, pero como justo en ese momento pasaba por allí el zapatero, lo llamó y le dijo que entrara y le tomara medidas al gato para confeccionarle un par de botas. Cuando estuvieron listas el gato se las calzó, tomó un saco y llenó el fondo de grano, pero en la boca le puso una cuerda para poder cerrarlo, y luego se lo echó a la espalda y salió por la puerta andando sobre dos patas como si fuera una persona.

Por aquellos tiempos reinaba en el país un rey al que le gustaba mucho comer perdices, pero había tal miseria que era imposible conseguir ninguna. El bosque entero estaba lleno de ellas, pero eran tan huidizas que ningún cazador podía capturarlas. Eso lo sabía el gato y se propuso que él haría mejor las cosas. Cuando llegó al bosque abrió el saco, esparció por dentro el grano y la cuerda la colocó sobre la hierba, metiendo el cabo en un seto. Allí se escondió él mismo y se puso a rondar y a acechar. Pronto llegaron corriendo las perdices, encontraron el grano y se fueron metiendo en el saco una detrás de otra. Cuando ya había una buena cantidad dentro el gato tiró de la cuerda, cerró el saco corriendo hacia allí y les retorció el pescuezo. Luego se echó el saco a la espalda y se fue derecho al palacio del rey.

La guardia gritó:

-¡Alto! ¿Adónde vas?

-A ver al rey -respondió sin más el gato.

-¿Estás loco? ¡Un gato a ver al rey!

-Dejen que vaya -dijo otro-, que el rey a menudo se aburre y quizás el gato lo complazca con sus gruñidos y ronroneos.

Cuando el gato llegó ante el rey, le hizo una reverencia y dijo:

-Mi señor, el conde -aquí dijo un nombre muy largo y distinguido- presenta sus respetos a su señor el rey y le envía aquí unas perdices que acaba de cazar con lazo.

El rey se maravilló de aquellas gordísimas perdices. No cabía en sí de alegría y ordenó que metieran en el saco del gato todo el oro de su tesoro que éste pudiera cargar.

-Llévaselo a tu señor y dale además muchísimas gracias por su regalo.

El pobre hijo del molinero, sin embargo, estaba en casa sentado junto a la ventana con la cabeza apoyada en la mano, pensando que ahora se había gastado lo último que le quedaba en las botas del gato y dudando que éste fuera capaz de darle algo de importancia a cambio. Entonces entró el gato, se descargó de la espalda el saco, lo desató y esparció el oro delante del molinero.

-Aquí tienes algo a cambio de las botas, y el rey te envía sus saludos y te da muchas gracias.

El molinero se puso muy contento por aquella riqueza, sin comprender todavía muy bien cómo había ido a parar allí. Pero el gato se lo contó todo mientras se quitaba las botas y luego le dijo:

-Ahora ya tienes suficiente dinero, sí, pero esto no termina aquí. Mañana me pondré otra vez mis botas y te harás aún más rico. Al rey le he dicho también que tú eras un conde.

Al día siguiente, tal como había dicho, el gato, bien calzado, salió otra vez de caza y le llevó al rey buenas piezas.

Así ocurrió todos los días, y todos los días el gato llevaba oro a casa y el rey llegó a apreciarlo tanto que podía entrar y salir y andar por palacio a su antojo.

Una vez estaba el gato en la cocina del rey calentándose junto al fogón, cuando llegó el cochero maldiciendo:

-¡Que se vayan al diablo el rey y la princesa! ¡Quería ir a la taberna a beber y a jugar a las cartas, y ahora resulta que tengo que llevarles de paseo al lago!

Cuando el gato oyó esto, se fue furtivamente a casa y le dijo a su amo:

-Si quieres convertirte en conde y ser rico, sal conmigo y vente al lago y báñate.

El molinero no supo qué contestar, pero siguió al gato. Fue con él, se desnudó por completo y se tiró al agua. El gato, por su parte, tomó la ropa, se la llevó de allí y la escondió. Apenas terminó de hacerlo, llegó el rey y el gato empezó a lamentarse con gran pesar:

-¡Ay, clementísimo rey! ¡Mi señor se estaba bañando aquí en el lago y ha venido un ladrón que le ha robado la ropa que tenía en la orilla, y ahora el señor conde está en el agua y no puede salir, y como siga mucho tiempo ahí, se resfriará y morirá!

Al oír aquello, el rey dio la voz de alto y uno de sus siervos tuvo que regresar a toda prisa a buscar ropas del rey. El señor conde se puso las lujosísimas ropas del rey y, como ya de por sí el rey le tenía afecto por las perdices que creía haber recibido de él, tuvo que sentarse a su lado en la carroza. La princesa tampoco se enfadó por ello, pues el conde era joven y bello y le gustaba bastante.

El gato, por su parte, se había adelantado y llegó a un gran prado donde había más de cien personas recogiendo heno.

-Eh, ¿de quién es este prado? -preguntó el gato.

-Del gran mago.

-Escuchen: el rey pasará pronto por aquí. Cuando pregunte de quién es este prado, contesten que del conde. Si no lo hacen, morirán todos.

A continuación el gato siguió su camino y llegó a un trigal tan grande que nadie podía abarcarlo con la vista. Allí había más de doscientas personas segando.

-Eh, gente, ¿de quién es este grano?

-Del mago.

-Escuchen: el rey va a pasar ahora por aquí. Cuando pregunte de quién es este grano, contesten que del conde. Si no lo hacen, morirán todos.

Finalmente el gato llegó a un magnífico bosque. Allí había más de trescientas personas talando los grandes robles y haciendo leña.

-Eh, gente, ¿de quién es este bosque?

-Del mago.

-Escuchen: el rey va a pasar ahora por aquí. Cuando pregunte de quién es este bosque, contesten que del conde. Si no lo hacen así, morirán todos.

El gato continuó aún más adelante y toda la gente lo siguió con la mirada, y como tenía un aspecto tan asombroso y andaba por ahí con botas como si fuera una persona, todos se asustaban de él.

Pronto llegó al palacio del mago, entró con descaro y se presentó ante él. El mago lo miró con desprecio y le preguntó qué quería. El gato hizo una reverencia y dijo:

-He oído decir que puedes transformarte a tu antojo en cualquier animal. Si es en un perro, un zorro o también un lobo, puedo creérmelo, pero en un elefante me parece totalmente imposible, y por eso he venido, para convencerme por mí mismo.

El mago dijo orgulloso:

-Eso para mí es una minucia.

Y en un instante se transformó en un elefante.

-Eso es mucho, pero ¿puedes transformarte también en un león?

-Eso tampoco es nada para mí -dijo el mago, que se convirtió en un león delante del gato.

El gato se hizo el sorprendido y exclamó:

-¡Es increíble, inaudito! ¡Eso no me lo hubiera imaginado yo ni en sueños! Pero aún más que todo eso sería si pudieras transformarte también en un animal tan pequeño como un ratón. Seguro que tú puedes hacer más cosas que cualquier otro mago del mundo, pero eso sí que será imposible para ti.

El mago, al oír aquellas dulces palabras, se puso muy amable y dijo:

-Oh, sí, querido gatito, eso también puedo hacerlo.

Y, dicho y hecho, se puso a dar saltos por la habitación convertido en ratón. El gato lo persiguió, lo atrapó de un salto y se lo comió.

El rey, por su parte, seguía paseando con el conde y la princesa y llegó al gran prado.

-¿De quién es este heno? -preguntó el rey.

-¡Del señor conde! -exclamaron todos, tal como el gato les había ordenado.

-Ahí tienes un buen pedazo de tierra, señor conde -dijo.

Después llegaron al gran trigal.

-Eh, gente, ¿de quién es este grano?

-Del señor conde.

-¡Vaya, señor conde, grandes y bonitas tierras tienes!

A continuación llegaron al bosque.

-Eh, gente, ¿de quién es este bosque?

-Del señor conde.

El rey se quedó aún más asombrado y dijo:

-Tienes que ser un hombre rico, señor conde. Yo no creo que tenga un bosque tan magnífico como éste.

Al fin llegaron al palacio. El gato estaba arriba, en la escalera, y cuando la carroza se detuvo bajó corriendo de un salto, abrió las puertas y dijo:

-Señor rey, ha llegado al palacio de mi señor, el señor conde, a quien este honor le hará feliz para todos los días de su vida.

El rey se apeó y se maravilló del magnífico edificio, que era casi más grande y más hermoso que su propio palacio. El conde, por su parte, condujo a la princesa escaleras arriba hacia el salón, que deslumbraba por completo de oro y piedras preciosas.

Entonces la princesa le fue prometida en matrimonio al conde, y cuando el rey murió se convirtió en rey. Y el gato con botas, por su parte, en primer ministro.

FIN


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